A lo lejos, un lobo solitario gritó a la luna, lleno de rencor y desesperación por haber sido rechazado por una joven vampira insolente. Aullaba por venganza, por sentirse herido, humillado. El lamento estremeció la luna y toda su constelación de estrellas.
Esa noche, la vampira salió en busca de sangre humana, colándose por pequeños callejones. Después de no encontrar ni un alma, llegó hasta el Central Park y decidió detenerse bajo un enorme árbol. Un movimiento entre los arbustos la alertó, estaba segura que sintió una ráfaga de viento frío.
De repente, se dio la vuelta, y allí estaba él, indiferente, evocador y aterrador.
La agarró por el cuello y sus ojos se encontraron. Enseguida, un alarido estremecedor resonó por las callejuelas cuando ella sintió como los colmillos letales penetraron su garganta; mientras las zarpas de ella en agonía se clavaron desgarrando el corazón del licántropo. La sangre salió a borbotones y ambos se deleitaron en su odio con sumo placer.
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