—¡Suéltame! — masculló—, una desafiante Grimalkina.
—Sigue moviéndote y la malla te exprimirá como un limón —dijo restándole importancia a sus palabras.
—Überiem... —dijo Skamfar — Nos conocimos hace tantos siglos que hace mucho tiempo que olvidé cuándo sucedió, pero recuerdo que fuimos muy buenos amigos. Es lamentable lo que está pasando en el reino de los Fendley. Me avisarón que la Triada Kildare está en peligro. Así que pensé: ¿quién más podría ayudarlos? Y acá estoy. Vengo a hacerles una propuesta. Les ayudaré a derrotar a Antártika, cuidaré de ustedes y, juntos, gobernaremos Serendipity —.
Grimalkina no dio tiempo a que los Druidas respondieran y estalló en una estridente carcajada.
—Yo no contaría con ello, ¡menudo estúpido idiota! —rugió Grimalkina fuera de sí — ¡Nadie permitirá que cruces los portales de la Escarlata de Fuego!
—Una palabra más —le advirtió— y podría quemarte, pero en su justa medida, lentamente hasta que quedes rostizada.
El Druida mayor carraspeó e intercambió unas miradas con sus camaradas.
Überiem se mostraba algo más que precavido ante el sonriente Skamfar. Las leyendas que hablaban de él y de sus horrendas y fatales hazañas eran muchas y muy detalladas. Habían buscado su ayuda únicamente porque estaban desesperados. Necesitaban de alguien que conociera las artes nigrománticas y al mismo tiempo fuera diestro en el manejo de la espada. La llegada de Pytar de Skamfar constituía una posible tabla de salvación.
Pytar se acercó a ellos, que estaban encadenados a las argollas de su magia; habían sufrido una espectacular transformación: ahora eran prisioneros.
—¡Maldito demonio, no te atrevas a hacernos daño! —bramó, Grimalkina.
—Silencio, bruja, o conseguirás enfadarme —, ¡Nopkim! —gritó pronunciando la palabra que activaba la magia de su medallón. Grimalkina dio un grito cuando fue elavada bruscamente y fue a aterrizar en medio de un asfixiante montículo de cenizas. Su voz era muy chillona, lo desquiciaba más allá de sus límites. Además, ¡Se atrevía a desafiarlo! Lo cual lo desconcertaba, y ahí estaba el misterio, él nunca se dejaba afectar por las amenazas. Su arrogancia no era tal en presencia de aquella pequeña arpía.
Él levantó las cejas, sus ojos de fuego resplandecieron cuando le ordenó a su latigo oscilante quitarle el pergamino a Grimalkina. La hechicera lo miró a la cara fijamente —¡No creas que te saldrás con la tuya! —exclamó.
—¿Y quién lo impedirá? —replicó serenamente.
Skamfar le hizo preguntarse, ¿sería una bruja original Lancashire?. Recordó que la bruja mayor de las Lancashire y sus cómplices hechizaban a los pueblerinos y se los comian vivos en sus cultos satánicos y celebraciones diabólicas, fueron odiadas por su crueldad despiadada, pero una turba de guerreros, las asesinaron y quemaron sus cuerpos. Pero no era el momento de ese tipo de observaciones. Mientras discutían, en una fracción de segundo, Velitius vio una mujer decrépita a la vista por el espacio cavernoso. Era alta delgada, estaba muy encorvada. Colgando de su espalda había una pesada capa tejida en piel de zorro.
Los ojos abultados contemplaron a Pytar. Un colmillo sobresalía de la mandíbula inferior sobre su labio superior. Su cara se retorció en lo que otros podrían interpretar como mueca de desagrado.
Skamfar alzó una mano, advirtiendo a la Triada que se echara atrás. Su medallón se encendio, anunciando peligro. —¿Quién eres? —preguntó.
—Es la Reina de las brujas Rojas de Lancashire — dijo Abäk.
La bruja puso sus ojos en blanco y se rió levantando el báculo.
—El druida no se equivoca —gruñó avanzando,
Pytar miró hacia arriba muy asombrado al ver cómo una luz se reflejaba en el báculo de la bruja. Un remolino empezó a brillar, y la energía se elevó del suelo en orbes blanquecinas que flotarón en el aire.
—Lanzar hechizos no me impresiona, puedo romperte el cuello antes de que lances uno de ellos..
La bruja con una sonrisa malvada añadió: —Ahora, ¿quién ha dicho que yo sería la que lo haría?
—¡Cuidado Pytar! —exclamó Überiem.
Tan pronto como Skamfar escuchó un agudo zumbido tras él, dos sombras gigantes se avalanzaron hacia él con la velocidad del rayo. Grandes brazos se envolvieron a su cuerpo como ramas gigantes. Él luchó, pero fue inútil. Una serpiente negra se enrrolló alrededor de su cuello y mantuvo quieta su cabeza. Rápidamente, las manos de Überiem y Velitius se movieron en circulos mientras intentaban buscar y descifrar el significado de los hechizos Rojos. Sin embargo, algo con ojos incandescentes, como tizones, los miraban fijamente desde las oscuras sombras, y la malévola intención de aquella mirada fue arrastrarlos hacia el velo del inframundo. Ambos quedaron suspendidos entre el mundo de la vida y el mundo de los muertos.
Abäk lanzó un grito de impotente furia a la vez que golpeaba el suelo con los puños invocando hechizos. Luego volvió a conjurar pero fue arrojado hacia atrás, contra la pared. En lugar de estrellarse contra el suelo, permaneció pegado allí como si lo sujetara una fuerza maligna. Esa fuerza, lo sabía, era la magia Roja.
—¡Madre Roja, ¿no deberías liberarnos?—gritó Grimalkina.
—Nuestra magia esta bloqueada —chilló, por encima del círculo de anillos rúnicos, a su vez, disfrutando del éxito de la pitonisa.
—Todo a su debido tiempo. ¡No interrumpan! —ella frunció el entrecejo.
Pytar de Skamfar se convirtió en un trofeo sólo a un par de pies de distancia de la Triada Kildare. Ocurrió en segundos. ¿Cómo podía la bruja haberse movido tan rápido? Abäk imprecionado, miró a la nigromántica, pero ella sólo levitaba en silencio, mirándole con una vaga molestia.
—¿Tú eres el siguiente, entonces? —murmuró ella.
—Yo… espero que no —respondió, el joven Druida.
Entonces, de las sombras salió un quejumbroso graznido y un batir de pesadas alas, y se lanzó en vuelo rasante por encima de la cabeza de Abäk. El cuervo carroñero inclino la negruzca cabeza para contemplar el apetitoso banquete de carne roja. Al cabo de pocos minutos el aire estaba negro de cuervos que aleteaban y se llamaban unos a otros. Pasaban tan cerca que el joven Druida sentía el viento de las alas en la cara, y algunas de ellas incluso le picotearon las orejas. Los constantes parloteos de las aves lo ponían aturdido y, exasperado tiraba conjuros al azar.
—¡Muloch horridus! —conjuró afligido. —¡Oxybelis fulgidus! ¡Oxybelis fulgidus! —insistió.
Tenía el rostro blanco como la tiza y los dedos se aferraban tenazmente a la aves carroñeras.
Y entonces todos escucharon el grito de la bruja Roja:
—¡Seres nocturnos, deboren su cuerpo! ¡Yo se los ordeno! —.
La voz parecía provenir de ningún lado y de todos a la vez; era una voz clara, fría, imperativa.
Abäk emitió un débil gemido. En el último momento, apenas tuvo tiempo para gritar antes de que los picos como dagas lo desgarrarán. Sangre y entrañas regaron el empedrado. Las violentas convulsiones del joven druida cesaron.
La bruja Roja hizo un movimiento inesperado, y sin hacer ruido, levitó hacia a la cabeza para devorarla. La hechicera se quedó mirando a la nigromante de cabello desgreñado, mientras daba mordiscos a la cabeza de Abäk, carraspeando y triturando, la boca renegrida de sangre. Luego, tiro los restos y sacudió las manos. De su boca rezumaba sangre, una sangre muy roja, que se deslizaba desde la comisura de los labios hasta la barbilla.
El estómago de Grimalkina se revolvió de asco y tuvo que cerrar los ojos. Era una escena sacrílega, una profanación en el más profundo y peor sentido de la palabra. Sabia que la Triada Kildare y sus dioses exigirían un castigo por lo sucedido. Pero eso, desde luego, no le importaba. Y sin embargo, había otra cosa que si le importaba.
—Grimalkina —dijo—, estás en peligro. La Triada Kildare no perdonara que hayas engatusado a Börte. Debes intentar romper ese vinculo. Es un vinculo mortal.
Su mirada inexpresiva hacía estremecerla. Y ese modo de hablar, áspero, gutural, no parecía normal en su cuerpo tan frágil y enjuto.
Mientras Grimalkina permanecía inmóvil, pensando, dudando, las sombras fueron invadiendo las paredes de la caverna.
—No puedo —contestó ella en voz muy baja —, le debo mucho —.
—¡Ah! -bramó transfigurada —¡Ten cuidado, te acecha un vitsärk! —avisó bruscamente.
—¿Un vitsärk? es absurdo. Me resulta imposible creerte —chilló, sus ojos brillaron extrañamente.
La bruja Roja encogió sus peludos hombros. —Por lo menos lo he intentado.
Grimalkina era tan terca como una mula, pero la bruja sabia que si la dejaba sola actuaría imprudentemente, logrando que la Triada escapara. Si eso sucedía, la secta de las Rojas estaría acabada. Por lo tanto, haciendo de la necesidad una virtud, decidío que la dejaría tener a Börte, su espécimen bestial, siempre que consintiera en ser guiada enteramente por ella.
Una pequeña llama aún ardía en el interior de Velitius, una luz que podía percibir a través de la oscura neblina, extendiéndose en oleadas. Puso en blanco su mente concentrándose en el fulgor.
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