Crónicas de Serendipity

 Monte Helicón Zona Trágica.


—Dejame ver la herida —instó, mientras le dejaba caer unas gotas verdes de la pequeña botellita.

—¡Maldición, me está quemando la piel! —gritó Garth.

—Pasará en unos minutos, relájate —. 

Retrocedieron unos pasos más para no llamar la atención en caso de que el resto de los Gecko venenosos no se hubieran dado cuenta de su presencia allí.


—¿Vieron la protuberancia a cada lado de su cabeza? —murmuró—. Así se distinguen de las demás hordas. Este clan no es tan feroz. 

—A mí me parece lo bastante feroz —dijo Zarth.

De pronto Usküdar se agitó y señaló. De una de las hendiduras entre dos prominencias rocosas apareció de la nada una alta y oscura sombra.


—¡Será mejor darnos prisa! —les instó la Drinfa, cuyas zapatillas chapoteaban por el suelo de rocas calcáreas al retroceder hacia la salida.


Avanzaron unos pasos más.

La humedad impregnaba el rocoso suelo de la gruta, empapando las lanas y las pieles de sus cuerpos. Zarth esbozó un gesto de aprensión y se cubrió el rostro con su capa para resguardarse de aquella atmósfera hedionda.


Súbitamente, Usküdar oyó crujir casi sobre su cabeza. Se volvió. El miedo puso hielo en sus venas. Levantó la espada y, cuando quiso dar un filazo, se encontró que era demasiado tarde. Aquella forma oscura que volaba silenciosamente, cayó sobre él, derribándole con el impacto, fue imposible evadir su contacto. El elfo cayó de bruces al suelo, revolcándose frenéticamente. La cosa le envolvió por completo, sin ruidos de ninguna clase, ni jadeos, y gruñidos, solo sintió como si los tentáculos de un pulpo le estuvieran succionando toda la piel. Y, ante los ojos atónitos de los gemelos, Usküdar comenzó a respirar con dificultad, y una danza convulsiva y espasmódica se apoderó de su cuerpo. El grito de agonía del guerrero se desvaneció gradualmente al tiempo que su cuerpo se ennegrecía, por la dosis del veneno.


—¡Focus, ārium y Venenum! —. 

Las palabras de la Drinfa se transformaron en una bocanada de fuego y, el dedo índice fue el encargado de proyectar las esferas, danzando en espiral hasta impactar en la horripilante sombra que, cayó al suelo retorciéndose en silencio. Ella apartó su cara de la masa de cabeza, tórax y abdomen en llamas, que hasta hacía poco había sido una Polilla Kágora. La brisa arrastró un reguero de ceniza marrón que resbalaba por el cuerpo de todos.  

—¿Que era esa sombra? 

—¿Qué le pasa a Usküdar ? —preguntó Garth con preocupación —. 


—Son Polillas Kágoras —respondió —. Ellas provocan convulsiones y luego la muerte. Seguido, su mano emergió velozmente de su pequeña alforja sosteniendo una oruga verde.  —Haz tu trabajo pequeña—le murmuró, mientras la introducía por la boca entonando un cántico —.

—¿Qué haces? — preguntó Zarth, mientras hacía un esfuerzo por detenerle la mano.  

—¡Suéltame! — grito la chica empujándolo —. ¡Tengo que salvarlo! —.

En segundos, la piel del joven elfo comenzó a brillar,  a cambiar de colores como un camaleón.

—Explícame qué está pasando — inquirió un enfurecido Garth —. 

—Su sangre fue alterada. Por lo tanto, necesita una limpieza —dijo ella—.

—Y ése esa oruga verde puede hacerlo, supongo —dijo Zarth.

—Ese es el antídoto —respondió ella.


Un instante después, el dolor pasó por fin, dejándolo vacío, débil y mareado. Cuando se recostó luego contra la roca, sus manos temblaban de un modo incontrolado. Comenzó a hablar. Al principio de manera incoherente, pero rápidamente sus palabras se calibraron con la fuerza de su voluntad.

—Ven y ayúdame a levantarlo —le dijo ella —. Debe mantenerse en movimiento para que vuelva a la normalidad pronto —. 


Una hora más tarde, alcanzaron el pasadizo que conducía a la salida de la gruta. Aïgana, conocedora como nadie de los atajos más rápidos y solitarios que cruzaban el Monte Helicón tras años viviendo en ellos, no tardó en llevar a los guerreros por veredas más apartadas y sinuosas.

—¿Estás segura adonde vamos? —exclamó con desesperación Garth —. ¡Esto nos va a poner de nuevo en peligro, pues estaríamos expuestos a que nos huelan los Geckos! —. 

—Pues no hay otro remedio… si es que conseguimos llegar al templo —afirmó Aïgana —.


El sol cortó un tanto el aire frío lacerante que reinaba en las alturas y Zarth, que vio al elfo un poco agotado, propuso:

—Creo que convendría que Usküdar descansara un rato.

—Me siento bien, debemos seguir —aseguró el elfo mandrágora, mientras le echaba un vistazo a la Libélula Flamígera en su brazo, para asegurarse que la ruta era la correcta —.

—¡Vamos, caminen! No hay un minuto que perder o todo este riesgo resultará inútil.

—¿Qué ruta es esa? —quiso saber —.

—La que seguían los antiguos peregrinos de Frëayū. Estos nómadas hacían peregrinación por estas rutas inhóspitas, solo por el fanatismo a esta diosa —. 


Aïgana, que no había salido nunca de caza con un grupo de personajes tan importantes, se sentía tan emocionada como intrigada. Sabía que el destino al que se dirigían se encontraba al otro lado de la escarpadura de la Zona Trágica. En parte, el motivo de que hubiera rogado a Usküdar que la dejara ir con ellos se debía a su deseo de ver a la Dragona Frëayū, de la que tanto había oído hablar.


Pronto llegaron al pie de la escarpadura, después de atravesar un arroyo y pasar frente a un grupo de abetos. Siguieron por el serpenteante sendero que llevaba a las ruinas, rodeado de matorrales a ambos lados. La Drinfa observó que en algunos tramos del sendero había ramas enmarañadas de zarzas espinosas. 

—¡Zarzas! —grito Garth, mientras corría a cortas las zarzamoras.

Antes de que pudiera avanzar más, Usküdar notó ante él una complicada estructura laberíntica formada por muchos otros zarzales y arbustos, que cubrían los cimientos viejos del templo.

Ella contuvo un grito de alegría y exclamó:

—¡Oh!… La suerte nos favorece… —.


Sabían que por fin, habían llegado a un antiguo templo subterráneo con tres cámaras interconectadas, la última de las cuales tenía una puerta de piedra que conducía a una profunda caverna, donde dormía la Dragona Frëayū.

—¿Ven esas gárgolas? Pues por allí vamos a entrar —sugirió ella—.

—¡Es un lugar muy extraño y aterrador! —exclamó Usküdar a la vez que se acercaba a un monolito—. ¿Dónde crees que estará el dragón Kalfor?

—No estoy muy segura —susurró ella. —Es impredecible la forma en que custodia la entrada a la recámara de Frëayū —.

—Se dice que esa entrada fue sellada por las ondas sonoras de un canto secreto perdido en el tiempo. ¿Lo sabías?—quiso saber él. 

Ella sacudió la cabeza.

—Sabía que estaba sellada, pero nada del canto secreto.

—Si la sala subterránea se encuentra sellada, la forma de abrirla resulta otro problema, no quiero pensar en el tiempo que nos hará perder —replicó Garth.

—No te desanimes, hermano. Ya encontraremos la forma —dijo suavemente Zarth; y el elfo miró al chico, esperando que no perdiera la cordura. 


Usküdar llevaba meses en la búsqueda de aquel lugar, entregado pacientemente, y todavía no había captado el menor detalle que le permitiese sentir un mínimo de optimismo. Los gemelos, sin embargo, sabían ser guerreros curtidos y esperaban todo el tiempo que fuese, con tal de conseguir su objetivo. Pero en aquellos momentos empezaba a sentir de que su espera pudiese dar algún resultado satisfactorio. No obstante, era su deber y debía continuar en la búsqueda. El día era frío, anunciando otra tormenta de nieve, aunque estaba todavía a ras del horizonte. Ellos se adelantaron con paso mesurado, espadas en mano, abriéndose paso hacia la maraña de zarzales que ocultaba las ruinas del viejo templo.


—¿Cómo te sientes, Usküdar? —preguntó ella. 

—Muy bien. Estoy mejor. Gracias a ti —.

Aïgana se sonrojó y sacudió la cabeza hacia un lado; sin embargo, no podía despegar la vista de sus ojos. Atrapada en su mirada, y en ese sentimiento de ser considerada como una persona y no como un sirviente, ella se quedó prendada de la personalidad de aquel misterioso elfo. 


Usküdar musitó una pequeña oración por la gracia de Thiuna, diosa de la buena suerte. Por fin, él ordenó de nuevo el avance con un silencioso movimiento de su cabeza.

—Deberíamos esperar hasta que se disipe la niebla —dijo Garth —, muy serio por primera vez desde que conociera a Aïgana —. Minúsculas gotas de nieve colgaban de su barba pelirroja.

—Estoy de acuerdo —repuso Zarth con una voz cautelosa—, ¿quién sabe qué podría venir sobre nosotros, rodearnos y acorralarnos?

—Creo que este es un buen lugar —sugirió ella. 

—¿Encendemos un fuego? —preguntó el gemelo. 

Usküdar negó con la cabeza.

—No nos arriesgaremos. Estamos a trescientos metros de distancia.

—¿Cómo vamos a cuidarnos si no se ve absolutamente nada? —susurró.

—Nos sentamos juntos, espalda contra espalda, ¿entiendes? —se apresuró a decir Garth con sarcasmo —.

—Tienen razón —, la niebla hace cosas raras con los sonidos; nunca te puedes fiar de ella y de lo que oyes. Descansaremos un par de horas para recobrar fuerzas. No será fácil derrotar al dragón Kalfor —añadió, echando su capa hacia atrás —.


Garth y Zarth limpiaron la nieve de los viejos troncos caídos. Luego se sentaron unidos para combatir el frío. Los matorrales resecos y ennegrecidos olían a putrefacción. El leve pero siniestro olor se cernía en el aire, agitado por el viento, se aferraba a la piel y a la ropa. 


¡Gracias por leer! ¡Hasta la próxima entrada!
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