Antártika avanzó lentamente por los fríos pasillos de rocas negras. En las mazmorras de los esclavos siempre estaba a media luz, pues solo ardían las antorchas suficientes para que no chocaran entre ellos. A pesar de los pesares, no pudo evitar sentir placer al contemplar al apuesto príncipe. ¡Vaya encuentro! Eso le resultaba insoportable, doloroso. La verdad, sintió cierta pena por él, remordimiento quizás. Pero había cosas por las que valía la pena atravesar el infierno con los pies descalzos, pensó, mirando la escena de aquel ángel caído, parecía tan desvalido y tan inocente. Ella soltó una carcajada muy sardónica.
Velhagen estaba aturdido. Sintió como si le faltara el aire al tratar de levantarse, las piernas le fallaron y cayó al suelo. Sentía los pies entumecidos, quiso levantarse nuevamente para ahuyentar aquella sensación en su cuerpo.
—No te esfuerces, querido — dijo ella glacialmente.
A su mente acudieron los recuerdos. El pasado es como un frasco de memorias que a veces, sin saber por qué, se destapa.
—¡Eres el mismísimo Demonio! — balbució.
Antártika soltó una sonrisa de satisfacción. —Sí, lo sé —.
El príncipe la contempló estupefacto. Durante unos minutos, pensó que había sido víctima de una alucinación. Pero cuando vio su ojo de zafiro, en las que a veces parecía danzar una chispa roja; supo que todo era real y no se trataba de una fantasía elaborada por su cerebro durante un breve sueño.
De repente, empezó a tiritar. Ella miró con desdén cómo el frío hacía estragos en el cuerpo del príncipe. Sus manos blanquecinas palmearón y un fulgor que contenía el aliento de Lucifer lo cubrió, para calentar su cuerpo entumecido por lo gélido. Todavía de cuclillas sobre el suelo, agarró su cabeza entre las manos en un gesto de indefensa.
—!La Triada Kildare y mi madre te destruirán. ¡Tarde o temprano! —.
Él podía percibir el lado oscuro reforzándose dentro de ella, creciendo en intensidad.
—¡Construiré un nuevo imperio y tendre un ejército de Bestias Gélidas! — exclamó—, ¡haré que todas las regiones tiemblen a la mención de mi nombre! —.
El joven principe apretó los dientes mientras un nuevo rayo de dolor atravesó su cráneo.
—No te importa quien sufre, mientras tú ganes, —espetó, manteniendo su voz tranquila pero severa.
—¿Acaso a alguien le importo mi sufrimiento? —respondió con voz indiferente.
Sus delicados dedos acariciaron la áspera rugosidad del parche de su ojo. El reconoció el odio que había detrás de la ira de Antartika, y lamentó no poder ayudarla en su momento. Ella le miró, y sin querer soltó una sonrisa. Era la primera vez que él la veía sonreír. Era una sonrisa encantadora. Nólakwen tuvo una visión fugaz de Antártika niña: una chiquilla retozona, ambiciosa y soñadora. Resultaba patético observar en esa sonrisa, una arma acerada en su combate por sobrevivir.
—¿Recuerdas el hueco de la torre? —dijo él, casi en un susurro suave —, ¿recuerdas que tenías miedo de las palomas negras de pico rojo y garras afiladas que entraban volando cuando jugabas con tu gato? el rey Fendley salía a tu rescate, era el único que podía controlar tu llanto y el miedo. Para calmarte siempre llevaba consigo una pieza de su tablero de ajedrez. El Rey de mármol te producía una extraña sensación de sosiego. Independientemente de lo que haya hecho el rey siempre te cuido y te amo—.
Ella dejó caer la cabeza. Por varios segundos estuvo en silencio, forzando su mente a no revivir el pasado. El príncipe logró ver las emociones cruzando su cara; y el poder del lado oscuro. Su ojo ardía con una intensidad fiera.
—Él y la reina mataron a mi madre, —escupió—. ¡Merecen morir! —. El tono tranquilo se fue rápidamente mientras su voz empezó a elevarse en volumen.
—¿Qué esperas dejar atrás si destruyes todo lo que amastes en este mundo?
—¡Mi padre y la reina comenzaron esta guerra! No yo.
Desde luego era difícil, si no imposible, convencerla, para alumbrar su camino de vuelta a la cordura, él había tratado de eliminar de su interior el posible rencor, en primer lugar mediante la lógica y después utilizando el recuerdo de su padre. No obstante, ninguna de esas cosas había funcionado.
Sin más dilación, Antártika lanzó el hechizo del cuarzo negro que llevaba en el cinturón, seguido estampó un extraño jeroglífico en la frente del principe para que no pudiera escapar.
—¡Exijo que me liberes de inmediato! — protestó.
—Eso no está en mis planes, amor —. La sonrisa de Antártika se ensanchó y se tornó abiertamente burlona.
—¡Te vas a arrepentir! —increpó, en un tono más irritado de lo que había pretendido.
—¡Basta! En un mes el astro Júniper emitirá sus rayos ultravioleta, y ese día voy a someterte al Rito Nigromántis —anunció con tono lacónico .
Antes de salir de la mazmorra ella fijó la mirada en los ojos del cautivo, aquellos ojos tan verdes como la esmeralda, la dejó melancólica: pero el orgullo y la rabia iban mucho más allá de lo previsto.
—¿Ahora qué, mi señora? —preguntó la elfina.
—Le darás esporas y musgo como alimento dos veces al día, y dos copas de agua del rocio de la mañana.
—¿Por cuanto tiempo, si puedo saberlo? —inquirió.
—No hagas preguntas —replicó en tono severo —. Será hasta que su cuerpo quede limpio de la necromancía a la que fue sometido.
—¡Eso nunca! No voy a permitirlo — le advirtió. —¿Y cómo piensas que me lo vas a impedir?
La mirada de Antártika se deslizó sobre el cabello ensortijado de Rhasa. Después se desplazó hacia el vestido de seda rosa que dejaba ver su cuerpo esquelético. Luego adoptó una expresión extraña, también un poco interrogante. Bocuk le habría golpeado la espalda con una vara por aquella intromisión, pensó. Pero ella se negó a reprimirla. Cuando estuvo perdida en el bosque se consiguió la amistad de estas elfinas que provenían de Khorilien. Ella les tenía mucho respetó, ya que le habían ayudado a usar correctamente las pocimas más difíciles de su clan. Les llamaba sus pequeñas "sabias", por que sus esporas eran capaces de controlar cualquier enfermedad en un santiamén.
Se quedó pensativa unos segundos antes de retirarse y dijo:
—Mantén los ojos abiertos, Rhasa.
—Por supuesto, conozco mi deber, señora — respondió ella, inclinando la cabeza.
Antártika salió del calabozo hacia su alcoba para lidiar con otro tipo de enigma diferente al que le oprimía el cerebro en aquel momento. Ella se sentó en un banco y se quitó las zapatillas negras y los apoyó sobre unos maderos; cerró los ojos y sintió como el frío abrazaba sus pequeños pies. La tenue luz de las antorchas, se filtraba por las rendijas, y dejaba ver a las telarañas que formaban arcos fantasmales en el techo. Sintió una leve punzada en la cabeza. Una especie de visión vaga y nebulosa apareció, como un sueño diurno.
—¡Agnator! —exclamó. De momento sintió como una especie de arnés le apretaba el pecho e impedía que se expandiera con normalidad. Ella se irguió de pronto con evidente incomodidad, fue entonces que vio a la bestia, herida y perdida. —¡Maldición! —exclamó, sin contenerse. Probablemente, los Devilianos lo habrían atacado. «¿Estaría muriéndose de frío, sepultado por la nieve, solo y desesperado?» pensó. Parpadeando, la hechicera entreabrió los ojos e invocó una pequeña luz en lugar de utilizar sus facultades para mejorar la visión. Alterar cualquier parte de su cuerpo, aun de forma temporal, era una tarea que requería una concentración muy precisa.
Lèpido Kálfar tenía la orden de encontrarlo vivo o muerto.
Antártika levantó la mirada hacia el anaranjado espacio que era reemplazado por la tormenta de nieve, y el silencio. Delante de ella vio una mesa todavía intacta; luego comenzó a trazar los símbolos arcanos mientras murmuraba las palabras de la invocación. Percibió que algo cambiaba en el ambiente a medida que las iba recitando, las vibras no eran las mismas que Bocuk le enseño, pero procuró calmarse. Si perdía la concentración, aunque sólo fuera un instante, sería fatal. Aunque sabía que siempre existía un riesgo. ¿Y si el conjuro salía mal…?
Los poderes tenebrosos que estaba invocando podían desbocarse, y ella podría morir de mil espantosas maneras, que era mejor no imaginar. Sin embargo, la sacerdotisa inició el canto ritualístico de entrada:
—Calidium Dalinnus! —invocó tres veces —, Fortissimi omnium maleficarum ¡Praecipio tibi ut ad me venias!...
No funcionó.
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