CAPITULO 2
El reino tenía varios templos. Éste, en la región de Lakvera, se llamaba el Templo de los Lēmniscātus, cuyo Abad era Nordär Vitur, y del que también se decía que en algún hueco secreto del sagrario, guardaba el talismán pagano del Diablus Delirium. El templo tenía mala fama. La gente que entraba en él a veces no salía. O al menos esa era la leyenda que se contaba sobre él.
Un guerrero vigía llegó cabalgando. Bajó de su caballo y caminó con paso firme entre los caballeros y escuderos. El suboficial se quitó el yelmo que llevaba en la cabeza. Parecía preocupado.
—¡Mi señor! —le advirtió —. ¡Viajeros en la noche, mi señor!
Björn se volvió y reparó en una docena de jinetes que venían acercándose. Los hombres, ninguno más de treinta años, no traian escudos ni yelmos, pero si, cota de malla sobre sus hábitos color negro. Se separaron a medida que se iban acercando, hasta obligar a sus monturas a detenerse a unos tres metros de donde estaban. Llevaban los Símbolos del Infinito pintados en la cara, lo que les dio a entender que eran hombres de los monasterios Lēmniscātus.
Los corceles se abrieron hacia dentro. Los soldados les salieron al paso. Björn les hizo una señal a sus hombres, y éstos, bajaron las espadas como si hubieran recibido una orden verbal. Un hombre alto y erguido, envuelto en una gruesa capa, encabezaba la marcha montado en un gran caballo alazán. Llevaba en la cabeza un gorro escarlata forrado en pieles, de manera que se le dejara ver el rostro. Se bajó del caballo y se acercó al grupo.
—¡Buenas noches, señores! —saludó el Abad —. No se alarmen, solo queremos descansar.
—Buenas noches —saludó Björn.
—¿Vienen del norte? —le pregunto Gharet.
—Exactamente. ¡Somos servidores de Dios! —contestó el religioso,
Se quedó mirando aquellos hombres con túnicas desharrapadas; y sintió un estremecimiento. Eran ¡Monjes, frailes y novicios!
—¿Y qué les trae por acá? —inquirió Björn.
—Este era nuestro monasterio.
—¿Era? Todavía es, espero; pero quién y qué, lo destruyó.
—Las Áspides Volantes —dijo gentilmente, —acabamos de librar una batalla contra ellas.
—¿Las del Castillo Humeante? —preguntó con desconcierto apenas contenido.
—Así es —dijo calmadamente —.
—¡Cómo! —preguntó Gharet, intentando conservar una medida de calma—. Ese castillo fue sellado hace años por los dioses Käattes —. ¿Quien las liberó? —quiso saber Gharet.
Todo iba como una seda hasta que el joven príncipe perdió los estribos.
—¡Responde! —ordenó con brusquedad.
Un destello de cólera brilló en los taciturnos ojos marrones del Abad cuando dijo:
—¿A qué vienen tantas preguntas?
Björn miraba a uno y a otro, preguntándose qué estaría pasando por la mente del Abad, detrás de su rostro de buitre. La verdad era que, este hombre lo inquietaba de una forma que no podía llegar a entender.
—En lugar de perder tiempo en preguntas, dejame bendecir a tus soldados —dijo mientras sacaba de su faldón una botellita de oro llena de agua bendita.
—¡En nombre del Padre, del Hijo y del Esprítu Santo! —exclamó. Cuando el clérigo lanzó las gotas de agua, éstas se esparcieron por el aire, transformándose en polvos blancos que cayeron sobre los soldados.
—¡Es una trampa! ¡Cubranse la cara, maldita sea!, —gritó, — y supo, con espantosa certidumbre, que su intuición era cierta.
—¡A la carga! —gritó Björn a los soldados, que se sacudían, tratando de quitar la polvareda que cubrían sus ojos para cegarlos.
Los dos amigos se miraron y su estupor creció cuando, procedente de uno de los altos pinos, llegó el sonido chirriante de dos Áspides Volantes. En un movimiento fluido, Gharet ensartó la espada a uno de ellos. La bestia abrió los ojos, una sangre negra surgió a borbotones de la herida, salpicando al príncipe. Se limpió con un gesto de fastidio. La otra alimaña lo arrastró unos metros tirando de su malla. Éste trastabilló, cayó, pero se levantó con la filosa hoja de su espada que, impactó fuertemente contra la frente de la bestia, justo entre los ojos. Éste susurró un débil sonido, mientras la punta de la espada salía ensangrentada.
De súbito, la cota de malla y el hábito negro cayeron. En lugar del religioso, Björn se encontró cara a cara con la faz diabólica de un Áspide Oscuro Volador. La bestia saltó con sus enormes y afiladas garras; que golpearon con estruendo metálico el yelmo. Entonces, lanzó un golpe sesgado que alcanzó a la criatura en la quijada, dejando sus colmillos al descubierto en una mueca espantosa. El Áspide aulló y desencadenó una lluvia de golpes a su escudo, hasta que el brazo izquierdo de éste estuvo a punto de ceder. Volaban chispas en el templado acero de su espada, cuando la criatura bloqueaba los furiosos golpes con sus enormes y afiladas garras.
Transcurrieron unos segundos antes de que, uno de sus tentáculos flagelará su costado, causando un intenso dolor. Björn retrocedió herido unos metros fuera de su alcance. De poco sirvió. Algo se enroscó en su muslo, unos bejucos se apoderaron de sus extremidades y lo tumbaron al suelo. Los garfios ennegrecidos se clavaron en su pecho. Un desolador grito se escuchó, incluso a través del caos que lo rodeaba.
Mientras luchaba, Gharet consiguió distinguir la silueta de Björn qué estaba tumbado y lesionado, corrió hacia él apretando la empuñadura de la espada, y conjurando de nuevo su magia gritó: — ¡Täheruuni! —, al reflejarse en las gemas la luz, éstas destellaron como si tuvieran vida propia. Su cuerpo musculoso se envolvió con un amplio manto azul salpicado de símbolos rúnicos, que lo protegía del veneno en sus heridas.
El Áspide Oscuro, que pensaba que ya era presa fácil, con un gruñido de triunfo empezó a hacer girar su larga lengua bífida, preparándose para descargarla contra Björn. Pero rápido como el rayo, Gharet invocó la Luz de su diosa Atarah. Entonces, la ancha hoja de su fulgurosa espada se abría camino a través de la fuerte coraza del nigromante como si no existiera. Su larga lengua de reptil asomaba y desaparecía entre colmillos afilados como dagas. El cuerpo de aquél se convirtió en una bola de fuego y su carne se derritió dejando esparcida de sangre negra la blanca nieve. El joven contempló la escena y una macabra sonrisa asomo en el rostro, al ver la bestia consumirse. De no ser por la rápida intervención de Gharet, el hermano del rey Nólar Fendley, estaría muerto.
—Creo que te estás poniendo viejo —dijo —. Antes no dejabas acercarte a nadie.
—¡Gracias! — se limitó a decir, incorporándose.
Unos cuantos arqueros seguian lanzando sus flechas. Algunos engendros no pudieron evitar aquellas nubes de saetas, que caían, silbando sobre ellos, una y otra vez. Muchas dieron en el blanco, pero la mayor parte fueron destruidas en el aire; en poco tiempo a los soldados se les acabaron los proyectiles.
Una manada de alimañas surcaron el cielo y empezaron a hacer trizas a los soldados. El pánico que generaban las Áspides demoníacas se hacía sentir entre la tropa de Gharet, y se intensificó a medida que aterrizaban sobre ellos. Le parecía que por cada bestia que abatía, surgían otros dos de la nieve manchada de sangre. Era como encontrarse en una pesadilla de la que era imposible despertarse.
En el acto, el príncipe enterró en el suelo la punta de su espada y apoyó sobre ella sus manos. Empezó a convocar en voz baja, el hechizo más poderoso de su espada negra y púrpura. Las runas doradas que colgaban de la empuñadura, comenzaron a retintinear. En segundos, se veían llamas que saltaron desde abismales grietas, corrientes de fuego líquido que fluían en forma de Aves Fénix, que las atrapaban y consumían en su fuego abrasador, ante la estupefacción de los guerreros. El humo y las cenizas saturaban el cielo, volaban con el viento en un constante remolino aullante y tempestuoso hasta las cumbres más altas. Y la blanca superficie de nieve, se ennegreció de residuos, con unas cuantas chispas que despedían un leve brillo.
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