Crónicas de Serendipity

Björn se irguió despacio con gran esfuerzo, mientras devolvía la espada a su vaina. Su cabello se hallaba cubierto de escarcha, la sangre de su herida, comenzó a congelarse. El caballero permaneció quieto un momento, luego lanzó un gemido. Intentó retener las lágrimas, pues los Caballeros del Azar simplemente no lloran. Las huestes habían sido derrotadas y él sólo tenía una meta: llegar a Serendepity, al lado de su hermano antes de que fuera demasiado tarde.

—Perdimos muchos soldados. Las tropas están alborotadas, pues creen que se enfrentan a algún tipo de demonios. Estos malditos religiosos se abrieron paso entre nosotros sin molestarse siquiera en dar una contienda —dijo lanzando una mirada de pesar al príncipe —.

¿Cómo te sientes? —le dijo al ver la herida.

—Estaré bien —respondió, solo dame un momento —. Necesitaba ayuda, lo sabía. El dolor era insoportable, pero entendía que la herida no era mortal. ¿Podría pedir ayuda de algún Dios? No. El gobernador de las tierras de Renaudin, no acostumbraba a solicitar la ayuda de los Dioses Guerreros. Era un ferviente creyente de la autocuración y regeneración, si no estaba destinado a morir en alguna de sus batallas, significaba que no le tocaba morir. Pero, entonces, la mano de Gharet se cerró por sí sola en un puño y comenzó a brillar con una luz que cegó a Björn. Acto seguido, sintió que se alzaba en el aire y solo escuchaba el repicar de campanillas, que en segundos fueron cerrando sus heridas.


—¡No debiste! La brujería acostumbra a volverse en contra de quien la utiliza —dijo suavemente —. Es un poder arbitrario. —Ya está hecho, ¿no? Nuestras vidas se han salvado gracias a este conjuro —dijo Gharet, volviéndose hacia él. ¿Qué otra opción tenías?

—Insisto, no debias —asintió con seriedad. —.

—¡Me recuerdas a tu fallecido padre! —exclamó —. Era muy obstinado — y se rió altanero —. —¡Cuida tus modales; tú, presuntuoso! —replicó algo molesto.

Gharet había combatido al frente de los ejércitos en casi todas las contiendas peligrosas con Trevor Velhagen; era un verdadero destructor de reyes y príncipes nigromantes. La más famosa fue la de Eliterra, en la que - con apenas medio millar de jinetes y arqueros - hizo huir al enorme ejército de Osurith, formado por unos tres mil hombres. Además era un experto en los misterios que rodeaba a la escritura rúnica de su diosa Atarah. Pero este joven rey era muy ambicioso y escrupuloso, estaba obsesionado que algún día llegaría a ser el soberano de los seis reinos del Vondu Erdar. Björn sabía que el era fiel a su hermano; y, sin embargo, había algo en su persona que le preocupaba. Trató de concentrarse en Gharet. Lo vio frente a las tropas, con el yelmo subido para que todos pudieran verle el rostro mientras hablaba. Ellos lo miraban con mucha atención y firmeza.

No hay mejor forma de morir que defendiendo a los tuyos —dijo, sosteniendo las riendas sobre su caballo.


Por lo demás, Björn entendía que Gharet, gozaba de gran rango y poder, por lo cual, no podía desestimar una traición. Pero no había tiempo para la negatividad, tenía que seguir adelante, haga lo que haga, o aunque no haga nada. Se estremecía recordando aquellas huestes, que discurrían sin hacer ruido por la oscuridad y la noche, con sus rostros aterradores. El dolor corría a varios niveles por debajo de su piel, un dolor que unido a la rabia le daba las fuerzas que necesitaba para cumplir con la última de su autoimpuesta misión: buscar a su hermano. Solo cuando finalizará podría guardar su espada y reunirse con su amada Aphid Tulipfog.

—Mantengan el valor —gritó Gharet , y... ¡en marcha! —. Su voz resonó frente a ellos, ligeramente distorsionada por el casco que llevaba. El helado viento aumentó de intensidad, en un constante remolino aullante, caótico y tempestuoso.

Después de varias horas, desembocaron a unos doscientos metros de lo que parecía un antiguo puente de troncos, tablones y piedra, que estaba a punto de desplomarse. Björn echó un vistazo a través de las intermitentes ráfagas de nieve. Un reciente alud de nieve y cristales de hielo recubría el andén. Era suicida intentar pasar, pero era imperativo que siguieran avanzando. Permanecieron inmóviles e indecisos. ¿Qué harían ahora? —El camino del pináculo también está bloqueado. —¿Qué? —respondió en tono grave. —Así es —asintió el joven rey—Este es el único camino que nos dirige al Norte. —Debemos seguir —¡Despacio! — gritó Björn —.

El frío viento que llegaba desde las montañas, transportando minúsculos copos de nieve, ondeaban las capas púrpuras y el largo penacho sobre sus yelmos. Cada paso que daban los caballos, con retadora majestuosidad se escuchaba un rechinar, como si los corceles estuvieran a punto de resquebrajar los tablones del puente. Los casi mil soldados aceleraron el ritmo, cruzaron sin detenerse por el viejo andén de madera. Muy pronto superaron los quinientos metros, sin que sus fuerzas desfallecieran en absoluto y sin que su formación sufriera algun percance.


Al dejar atrás el puente, se impuso el campo abierto, los pastos quemados por el frío, árboles canos de nieve –dobladas sus ramas por el peso–, relucía de blancura temerosamente kilómetro tras kilómetro. Björn escudriñaba sin dar señales de nerviosismo; claro que él ignoraba lo que podía haber por allí. Gharet sí lo sabía, y demasiado bien.


Siguieron de viaje hacia el norte. Aquel paisaje tenía algo de agobiante. Al menos allí todo era blancura y no había visiones siniestras. ¡Qué pequeños y desvalidos parecían ahora al lado de estos terroríficos engendros! —¿Qué será de la princesa Yvonnè y de Velhagen? —Oyó decir al joven rey, interrumpiendo así sus pensamientos, mientras avanzaban con premura por el espacio de batalla —. ¿Es posible que aún estén vivos? —Así lo espero. —respondió Björn lacónicamente. —Me llegaron noticias de que la región de Vegétorix está en peligro —. Antártika piensa aniquilarlos. —¿Te haces una idea de las secuelas de esta venganza? —le preguntó tras una pausa—. ¡Podría llegar a causar un daño irremediable! Los elfos Zíðrens desempeñan una función vital en la lucha contra el mal —. —¿No creo que haya tanta maldad en esa belleza? Björn desvió la mirada. Sabía qué Antártika era bellísima, desde sus cabellos dorados y vivaces ojos azules, hasta sus facciones perfectas y su cuerpo de líneas armoniosas y rotundas. Pero la detestaba, instintivamente, en lo más profundo de su ser. —Es un engendro de mujer —susurró el gobernador. El joven rey detuvo su caballo por la brida y lo miró. —¿Has dicho engendro? —preguntó. —Está bien, la llamaré Antártika, si lo prefieres —. En cualquier caso, —¡sí es mi destino el matar a esa bruja asesina, no dudare en hacerlo! —retorció su boca en una mueca de sonrisa.

Los ojos color avellana de Gharet brillaron molestos.




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