Durante largo tiempo se mantuvieron quietos, dominados por la sensación de aquel peligro que les esperaba. No muy lejos podían ver las ruinas del templo que se elevaba con su vieja torre, la madera aparecía descarnada por el paso de los años. La temperatura era menos, mucho más agradable que el frío con el que habían partido, aunque el aire era húmedo y un olor a podrido flotaba en todas partes. Sin embargo, al verse allí con sus amigos descansando sanos y salvos era más que suficiente para devolver un poco de tranquilidad a Usküdar. Garth, en cambio, parecía pensativo. La joven Drinfa forestal, que frotaba sus manos, miraba la niebla que se arremolinaba formando espiras de humo, mientras que el rostro de Zarth traslucía cierta inquietud.
Aïgana se levantó como un resorte y sacudió agitadamente sus alas iridiscentes.
—¡Arañas! —exclamó —, y apestan —.
—¡Garth dezhaste de ellas! — exclamó su hermano, con la voz y el gesto teatral.
—¡Claro que sí! Siempre me tocan las misiones heroicas —bufó el gemelo pelirrojo.
—No hay por qué matarlas; basta con tirarlas lejos —subrayó Usküdar —.
La mañana siguiente, se despertaron bajo una copiosa nevada. La humedad era insoportable. Se pusieron inmediatamente en marcha detrás de Usküdar, que con su espada sondeaba el terreno, aún blando. Mientras escrutaba la niebla, de repente le pareció descubrir algo. Se detuvo, pero no vio nada.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Zarth.
—Nada…, me ha parecido ver algo.
—Habrá sido algun Gecko.
—No obstante, estemos atentos —murmuró Usküdar.
Avanzó con cautela, hundiéndose en la nieve hasta media pantorrilla, seguido de los otros. Cuando de pronto escucharón un ruido detrás de ellos. Usküdar sabía lo que podría ser: los Gecko venenosos se habían apercibido de la huida e iban persiguiendolos. Los chirridos volvieron a arreciar y Zarth movió su espada junto a los demás.
—Muy bien genios, ¿y ahora qué? —preguntó Garth, inquieto.
El elfo empuñó su espada, a la vez que se ponía al lado de los gemelos.
—¡Corramos al templo! —grito Usküdar —, no podremos contra ellos, son muchos —.
Así que les hizo una señal a los demás para que lo siguieran. El sendero se volvió muy difícil entre los zarzales, y hubo tramos en que tuvieron que atravesar corriendo sin tener tiempo de cortar los arbustos espinosos. Garth empezó a perder fuerza y a irse distanciando, hasta que embistió un montículo de nieve y cayó sobre unas piedras cubiertas de hielo y nieve. Aïgana miro hacia atrás sin dejar de correr, algo se levantó del suelo; un pequeño Gecko casi sin forma, negro y silencioso. Al ver el engendro en pos del chico grito para alertarlo.
—¡Cuidado Garth! —gritó la Drinfa. El resto avanzó hasta lo que parecían unos escalones de piedra, sumergidos entre la nieve. Ella fue en su ayuda, y armada con su espada apareció frente a él, y en un santiamén le asestó un furioso y rápido golpe en el torso. El Gecko hizo que el filo desviara su trayectoria, lo suficiente como para que no llegara a hacer blanco en su aterrador tórax lleno de protuberancias.
Garth se puso de pie a su espalda, ayudándo en la lucha que libraba. Él no salía de su asombro al ver cómo la Drinfa de cabellos púrpura, se defendía como toda una experta en combate, preveía golpes y los detenía eficazmente con su espada. Acompañando su último golpe con un grito furioso, ella tumbó al crío, que cayó al suelo, inerte. La espada se partió en dos al hacer blanco en el esternón blanquecino.
Luego se rieron y sacudieron la cabeza.
—¿Está… ¿Estás bien?
—Estoy bien —dijo ella, su voz místicamente sin emociones.
—¡Más vale que se den prisa! —grito Usküdar —, y empezaron a correr juntos, el pelirrojo tirando de ella entre los arbustos.
Así pues, corriendo de nuevo, llegaron hasta la entrada de las ruinas; habían cerca de doce pasadizos semiocultas en el subterráneo.
—¡Hemos llegado! —gritaron los gemelos, con emoción.
—Tenemos que darnos prisa, amigos —dijo Aïgana en voz baja.
Cuando arribaron a la entrada, Usküdar advirtió que el recinto era mayor de lo que había creído en un principio. Avanzaron varios metros y se adentraron a un pasaje de grisáceos arcos, de grandes bloques, al parecer, formaron parte del atrio, y una escalera que permitía acceder a la cúpula del deteriorado templo.
—No veo cómo vamos a encontrar a Kalfor —musitó.
—¿Cuál es la prisa?... Él nos encontrará —murmuró el pelirrojo, estirando el cuello para examinar la fuente de mármol.
—Aún nos falta por encontrar la guarida —dijo Zarth, mientras caminaban a lo largo de otro pasillo marmoleado.
El sitio parecía tétrico, pero a la vez les era fascinante. Sin embargo, no dejaban de asustarse muchísimo, aquellas zozobras escalofriantes eran lo último que necesitaban sentir después de lo que habían tenido que atravesar para llegar alli. Caminaron cerca de veinte metros más, cuando el camino se dividió en dos.
—¿Cuál tomamos? —preguntó Zarth, inclinándose para mirar más de cerca.
—Mi intuición dice a la izquierda, pero tengo miedo a equivocarme.
Garth se encogió de hombros ante su preocupación.
—Vayamos despacio. Sabemos que está por ahí —dijo el elfo, con voz profunda y tono de gravedad —. Los cuatro caminaron un poco más. La Drinfa tenía razón, a su izquierda estaba el camino que los llevaría a la caverna.
Justo a unos diez metros encontraron una escalera de concreto y madera semioculta que conducía a más recámaras subterráneas. El terrorífico silencio que reinaba en el interior no se veía turbado más que por la respiración jadeante y angustiosa de ellos. Los segundos eran interminables. Las hojas de acero de sus espadas brillaban y refulgían bajo el haz de luz de una improvisada antorcha.
De pronto, inesperadamente, en los momentos de gran nerviosidad, se dejó oír el ruido peculiar que producía Kalfor, el rey de los dragones. Los ojos de Aïgana se abrieron todavía más, hasta casi salirse de las órbitas. Garth la miró un instante, escrutándole la cara, se acercó a ella, y dijo: —Toma mi puñal de oro —.
—Por la eterna barba de Kashgar —murmuró Usküdar.
Su voz no fue más que un susurro mientras contemplaba la enorme caverna que se extendía ante ellos bañada en una brillante aura. Usküdar se adentro sin vacilación en el círculo de luz y apretó el talismán que llevaba en la empuñadura de su espada.
En un momento dado, sintío la presencia de los Geckos, su olfato le dijo que a su lado se encontraba una de las criaturas. Con agilidad le hendió su filosa espada, el crio, chillando, cayó al suelo, agonizante. Cuando un segundo se lanzó contra Garth, éste reaccionó con la rapidez del rayo. Se agachó para esquivar el coletazo del fenómeno, descargó un golpe y le seccionó el ligamento. La bestia se desplomó como un fardo aullando de dolor. —¡Maldita sea! ¿Dejarás de hacer ruido de una vez? —exclamó Garth, mientras le rebanaba la cabeza.
Tras agacharse para esquivar un arañazo, Aïgana dio un salto y eludió la garra que buscaba su vientre. Sin detenerse en absoluto, Zarth giró sobre sí mismo y cortó la pierna del Gecko más corpulento que llegó en tercer lugar. El elfo se situó a espaldas de Garth y lo finalizaron atravesando las costillas. Los demás Geckos se batían en desordenada retirada, convencidos de que nada podían hacer contra sus oponentes. Ninguno osaba ya enfrentarse a ellos, y se marchaban a toda velocidad por donde habían venido. Usküdar tenía la sensación de estar en mitad de un sueño; o mejor dicho: de una pesadilla. Sus oídos comenzaron a clasificar los ruidos procedentes de los subterráneos, más allá del espacio cavernoso Kalfor salió enorme y amenazador, destruyendo la parte superior de la cueva. Era tan enorme que tuvieron que dar unos pasos hacia atrás.
El dragón lanzó un torrente de fuego por sus fosas nasales.
—¡Sella sus fauces! —rugió el elfo al tiempo que ondeaba la espada.
La Drinfa, se frotó las manos para conseguir calentarlas.
—¡Mis dedos están entumecidos! —replicó, mientras con brusquedad, se frotaba las manos para conseguir calentarlas.
Usküdar alarmado, frunció el ceño y luego susurró un cántico, en voz aún más baja: —¡Combusturi, tu fuccofum cinerem! —.
Sin embargo, el hechizo no surtió efecto. Una nube de humo brotó de la nariz del dragón y las llamas chispeantes resurgieron, tanto que, lograron prenderle fuego a las pieles que llevaban al cuello, atónitos, se quitaron las capas.
—¡Usküdar! —gritó Aïgana desde lo alto de una roca—, ¡muévete! —.
En un abrir y cerrar de ojos, por no decir un parpadeo, le lanzó un poderoso hechizo de protección. Una congelación entumecedora se formó alrededor de la fauce del dragon.
—Se quedará sellado por un buen rato —le gritó Aïgana—, ¡vamos a eliminarlo! —.
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