Crónicas de Serendipity

La niebla humeante se convirtió en la gran protagonista de la tarde gris. Durante largos segundos se mantuvieron quietos, dominados por la sensación de aquel peligro que les esperaba. No muy lejos podían ver las ruinas del templo que se elevaba con su vieja torre, la madera aparecía descarnada por la corrosión del tiempo y el sol.


Entretanto, Zarth examinaba a la Drinfa, sin decir palabra. A pesar de que no era muy guapa; de que vestía muy extraño, la Drinfa era una chica a la que resultaba imposible mirar, le gustaba ver ese rostro infantil enmarcado de cabellos lacios, y esos ojos que le llamaban en seguida la atención. Unos ojos muy grandes, vivaces, de iris verde esmeralda.

—¡Arañas! —exclamó Aïgana —, y son enormes —.

—Zarth las matará —­ dijo su hermano, con la voz y el gesto teatral —.  

—¡Claro que sí! Siempre me tocan las misiones heroicas ­ —murmuró el gemelo pelirrojo.

—No hay por qué matarlas; basta con tirarlas lejos —subrayó Usküdar —.


La niebla se estaba disipando un poco, lenta y despiadadamente; cuando comenzaron a oír ruido detrás de ellos. Usküdar sabía lo que podría ser: los Gecko venenosos se habían apercibido de la huida e iban persiguiendolos. Los chirridos volvieron a arreciar y Zarth regresó junto a los demás. El paisaje se tiñó de sombras y los ruidos de movimientos en los árboles se fueron aproximando.


—Muy bien genios, ¿y ahora qué? —preguntó la Drinfa, inquieta.


El elfo desenvainó su espada, a la vez que se ponía al lado de los gemelos.

—¡Corramos al templo! —grito Usküdar —, no podremos contra ellos, son muchos —.


Así que les hizo seña a los demás para que lo siguieran. El sendero se volvió muy difícil entre los zarzales, y hubo tramos en que tuvieron que atravesar corriendo sin tener tiempo de cortar los arbustos espinosos. Zarth empezó a perder fuerza y a irse distanciando, hasta que embistió un montículo de tierra y cayó sobre unas piedras. Aïgana miro hacia atrás sin dejar de correr, algo se levantó del suelo; un pequeno Gecko casi sin forma, negro y silencioso. Aïgana, al ver el engendro en pos del chico grito para alertarlo.


—¡Cuidado Zarth! —grito la Drinfa.


Surgida como de la nada y armada con su espada apareció frente a él, y en un santiamén le asestó un furioso y rápido golpe en el torso. El Gecko hizo que el filo desviara su trayectoria, lo suficiente como para que no llegara a hacer blanco en su aterrador tórax lleno de protuberancias.


Garth llegó hasta ella y se puso a sus espaldas, ayudándole en la lucha que libraba. Zarth no salía de su asombro al ver cómo luchaba la Drinfa de cabellos púrpura. La frágil muchacha, convertida en una experta en combate, preveía golpes y los detenía eficazmente con su espada. Acompañando su último golpe con un grito furioso, ella tumbó al crío, que cayó al suelo, inerte. La espada se partió en dos al hacer blanco en el esternón blanquecino.


Luego se rieron y sacudieron la cabeza.

—¿Está… ¿Estás bien?

—Estoy bien —dijo él, su voz místicamente sin emociones —.

—¡Más vale que se den prisa! —grito Usküdar —, y empezaron a correr juntos, el pelirrojo tirando de ella entre los arbustos.


Así pues, corriendo de nuevo, llegaron hasta la entrada de las ruinas; habían cerca de doce estatuas semiocultas en la vegetación. 

—¡Hemos llegado! —gritaron los gemelos, con emoción. 

Comenzaron a cortar arbustos y matorrales. 

—Tenemos que darnos prisa, amigos —dijo Aïgana en voz baja.

Cuando arribaron a la entrada, Usküdar advirtió que el recinto era mayor de lo que había creído en un principio. Avanzaron varios metros y se adentraron a un pasaje de grisáceos arcos, de grandes bloques, al parecer, formaron parte del atrio, y una escalera que permitía acceder a la cúpula del deteriorado templo.

—No veo cómo vamos a encontrar a Kalfor —musitó—.

—¿Cuál es la prisa?... Él nos encontrará —murmuró el pelirrojo, estirando el cuello para examinar la fuente de mármol. 

Aún nos falta por encontrar el subterráneo —dijo Garth, mientras caminaban a lo largo de otro pasillo de mármol.


El sitio parecía tétrico, pero a la vez les era fascinante. Sin embargo, no dejaban de asustarse muchísimo, aquellas zozobras escalofriantes eran lo último que necesitaban sentir después de lo que habían tenido que atravesar para llegar alli. Caminaron cerca de veinte metros más, cuando el camino se dividió en dos.

—¿Cuál tomamos? —preguntó Zarth, inclinándose para mirar más de cerca.

—Mi intuición dice a la izquierda, pero tengo miedo a equivocarme.

 Garth se encogió de hombros ante su preocupación.

—Vayamos despacio. Sabemos que está por ahí —dijo el elfo, con voz profunda y tono de gravedad —. Los cuatro caminaron un poco más. La Drinfa tenía razón, a su izquierda estaba el camino hacia el interior del subterráneo.


Justo a unos siete metros encontraron una gran escalera que conducía a las recámaras subterráneas. El terrorífico silencio que reinaba en el interior no se veía turbado más que por la respiración jadeante y angustiosa de ellos. Los segundos eran interminables. Las hojas de acero de sus espadas brillaban y refulgían bajo el haz de luz de una improvisada antorcha.


De pronto, inesperadamente, en los momentos de gran nerviosidad, se dejó oír el ruido peculiar que producía Kalfor, el rey de los dragones. Los ojos de Aïgana se abrieron todavía más, hasta casi salirse de las órbitas. Zarth la miró un instante, escrutándole la cara, y se acercó a ella. Él era alto y ella tan baja que casi tuvo que inclinarse, y dijo: —Toma mi puñal de oro —.

—Por la eterna barba de Kashgar —murmuró uno de los gemelos —.

Su voz no fue más que un susurro mientras contemplaba la enorme caverna que se extendía ante ellos bañada en una brillante aura. Usküdar se adentro sin vacilación en el círculo de luz y apretó el talismán que llevaba en la empuñadura de su espada.


En un momento dado, sentío la presencia de los Geckos, su olfato le dijo que a su lado se encontraba una de las criaturas. Con agilidad le hendió su filosa espada, el crio, chillando, cayó al suelo, agonizante. Cuando un segundo se lanzó contra Garth, éste reaccionó con la rapidez del rayo. Se agachó para esquivar el coletazo del fenómeno, descargó un golpe y le seccionó el ligamento. La bestia aulló de dolor y se desplomó como un fardo.

—¡Maldita sea! ¿Dejarás de hacer ruido de una vez? —exclamó Garth, mientras le rebanaba la cabeza.


Tras agacharse para esquivar un arañazo, Aïgana dio un salto y eludió la garra que buscaba su vientre. Sin detenerse en absoluto, Zarth giró sobre sí mismo y cortó la pierna del Gecko más corpulento que llegó en segundo lugar. El elfo se situó a espaldas de Garth y lo finalizaron atravesando las costillas. Los demás Geckos se batían en desordenada retirada, convencidos de que nada podían hacer contra sus oponentes. Ninguno osaba ya enfrentarse a ellos, y se marchaban a toda velocidad por donde habían venido. Usküdar tenía la sensación de estar en mitad de un sueño; o mejor dicho: de una pesadilla. Sus oídos comenzaron a clasificar los ruidos procedentes de los subterráneos, más allá del espacio cavernoso Kalfor salió enorme y amenazador, destruyendo la parte superior de la cueva. Era tan enorme que tuvieron que dar unos pasos hacia atrás. Luego, avanzaron de nuevo hacia la fiera.


El dragón lanzó un torrente de fuego por sus fosas nasales.


—¡Lanza un hechizo para anular las bocanadas de fuego! —rugió Garth al tiempo que ondeaba la espada. 

La Drinfa, se frotó las manos para conseguir calentarlas. El frío húmedo penetraba a través de su ropa, sus pies y manos estaban rígidos.

—¡Mis dedos están entumecidos! —replicó,  mientras con brusquedad, se frotaba las manos para conseguir calentarlas.


Usküdar un poco alarmado, frunció el ceño y luego susurró un cántico, en voz aún más baja: —Combusturi, tu fuccofum cinerem —. 

Sin embargo, el hechizo no surtió efecto. Una nube de humo brotó de la nariz del dragón y las llamas chispeantes resurgieron, que lograron prenderle fuego a las pieles que llevaban al cuello, atónitos, se echaron hacia atrás.


—¡Usküdar! —gritó Aïgana desde lo alto de una roca—, ¡muévete! —.


En segundos, una voluta de fuego anaranjado centelleó furiosa desde la punta de su dedo índice hasta alojarse en la garganta de aquella bestia. 

—Se quedará inconsciente por unos pocos minutos —le gritó Aïgana—,  ¡ve y acaba con él ahora mismo! —.


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