ʀɛȶօ ʟɨȶɛʀʊք

Sollozaba yo, sobre aquel féretro negro de pino, forrado con tela de satén y terciopelo, rodeado de ramilletes de rosas negras, violetas y carmesí. Dos gruesas lágrimas rodaron por mis mejillas y cayeron sobre su frente, como un sacrificio, y un sollozo se ahogó en mi garganta. Un temblor involuntario apareció en mis párpados, la sustancia negra que perfilaba mis ojos se disolvía. Dejé de lagrimear y me concentré en aquellas manos lánguidas y yertas, cruzadas sobre el pecho de mi amado, sosteniendo la rosa de hojas marchitas. ¿Cómo pude llorar tan dignamente?

Apoyé mis manos en el borde del ataúd, me incliné hacia él y experimenté una tristeza fugaz.

Recordé cómo aquel despojo de rosa fue en su momento. Una rosa roja viva, lozana, rebosante de perfume y encanto. Sus hermosos pétalos rojos carmesí, cuales llamas de nuestra pasión, y en su verde tallo con abundancia de hojas verdes y espinas acunaba nuestro amor.

Me mordí los labios y suspiré profundo; y le cuestioné con la mirada cargada de rencor mefistofélico.¿Por qué estás tan callado y decaído? ¿En qué piensas? ¿En tu amante?

Me sequé los ojos acuosos y translúcidos con mi pañuelo de encajes. Con una última mirada murmuré: no me llevaré los recuerdos, se quedarán contigo, encapsulados en este fino ataúd neoclásico que escogí para ti. Descansa en tu lecho lánguido y sombrío, cariño. Que también ella yace quieta, rígida, fría, abandonada en el bosque, no muy lejos del rugiente mar.

Una leve sonrisa se dibujó en mis labios, con dulzura y picardía, de esas que dejan ver los enamorados cuando logran salirse con la suya. 

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