Aquella escena había tocado la fibra más sensible de su corazón. Pero más que nada lo intrigaba y le hacía hervir su sangre. Las sienes le palpitaban, haciendo temblar su cabeza. Calmó su enfado y retomó la conversación.
—Señor, los comestibles pronto se van acabar, los hombres quieren salir a cazar, pero los soldados impiden la salida —
—¡Por los dioses! Olvidan que la última vez nos tendieron una emboscada en las colinas. Sin previo aviso los Ogroides asesinaron a los aldeanos y a nuestros compañeros de la guardia —explicó con abatimiento.
—Tenemos que hacer algo. No podemos dejarnos morir por el hambre —dijo pausadamente.
Un pequeño grupo de mujeres, algunas con sus hijos y acompañadas por unos soldados, se acercaron a las puertas. Una de ellas se adelantó y miró impasible el contenido rostro del viejo Druida.
—Mi señor, han muerto dos de mis hijos por el hambre.
—Sé que decir lo siento no recompensa la pérdida de tus hijos, pero les pido a todos que tengan paciencia —dijo Überiem con suavidad.
—Mujeres, pronto lo resolveremos.
Pytar miraba imperturbable al grupo allí reunido, intentando evaluar el ánimo de cada uno. No había tiempo de dudar. Podría llevarles directamente al infierno de ser necesario.
—Yo tengo una idea —
—Cuéntame esa idea —le dijo con sequedad.
—Conozco el modo de cruzar las profundidades de una caverna que nos llevaría debajo del castillo Howlester, a unos doscientos kilómetros, donde existe un yacimiento que almacena frutos secos, tubérculos, granos y hasta un acuífero. Es un extraordinario recinto subterráneo que está casi en el olvido —dijo Pytar.
La expresión de su rostro, entre curiosa y sorprendida se fue acrecentando a medida que el súcubo le explicaba el plan. Volviéndose hacia Pytar y Taurin, Velitius siguió con sus órdenes.
—Pytar, tienes mi permiso para seguir con tu plan, con toda mi gratitud —dijo—. Taurin, reune a tus Caballeros Dorados para que lo asistan en la búsqueda —añadio.
—Será un placer, mi señor —observó Taurin sarcásticamente.
Todos los allí presentes asintieron porque sabían que, Pytar Skamfar era descendiente de un íncubo, que se había apareado con una virgen aldeana de Serendipity, sus conocimientos en las cuevas del inframundo eran infinitos.
—Tantos guerreros muertos —comentó Velitius.
—¿Para qué es necesaria tanta violencia? Con dialogar se habrían salvado cientos, no, miles de vidas — masculló él para sí.
Pero para las nigrománticas, hablar de pactos era como hablarle al viento.
—¡Bel se lleve a esas hijas de zorra!
—Deja tu ira para la espada, Taurin —oyó exclamar a Velitius, mientras éste se volvía.
Sus cejas se enarcaron cuando volvió los ojos hacia el grupo, unos ojos tan rubios como su cabello y sedosos aladares; una exigente mirada en la que la impaciencia era tan obvia como si la hubiese gritado.
Los Druidas todavía recordaban con resentimiento la locura cometida por el rey Fendley, un hombre con la razón tan perdida que, en cuanto sentía las suaves y doradas piernas de su reina vikinga rodeándole la cintura, accedía a cualquier requerimiento suyo. En uno de estos momentos de sumisión, el rey había consentido a su esposa que le cortara la lengua a la madre de Antartika y la enviará a un calabozo, como castigo por la traición infundida.
Los caballeros siguieron a su líder hasta una enorme cueva que en la entrada decía: "Hellir þúsund djöfla" -la cueva de los mil demonios- Luego de algunas horas de camino finalmente se rompió la quietud. Una avalancha de formas y siluetas horribles les cerraron el paso.
—¿Quienes son ustedes y que hacen en nuestro territorio? —quiso saber —.
Aquel híbrido infernal y de engendro de la disformidad era el gran demonio Azauel.
Los Guerreros se voltearon a ver entre sí, Taurin, el líder dio un paso al frente, sabía que su gran estatura y un cuerpo musculoso intimidaban a cualquiera.
—¿Quién lo pregunta? — le replicó.
—Azauel el líder de los Wesirin, somos los que mandamos en este inframundo y les ordenó que me digan que hacen en nuestro territorio.
—Somos los Caballeros Dorados y vamos en busca de un depósito de víveres, te agradecería nos permitieras pasar por tu región.
Azauel esbozó una sonrisa burlona y dijo: —Si quieren pasar no hay problema, pero antes deberán pagar un tributo —.
—Cómo te atreves ... —se enfureció Taurin. Décimas de segundo antes, Pytar dio varios pasos adelante y estuvo presto a detenerle el brazo.
—Vaya, vaya, si no es una jodida coincidencia, toparme contigo —. Una sonrisa de sarcasmo se extendió por la boca de Pytar.
—¡Imposible! —pero si es Pytar Skamfar, el hijo de Alkalord, el soberano más poderoso del infierno!
—¡Dejanos pasar en paz! —exclamó.
Para su sorpresa, los Demonios retrocedieron con miedo, excepto uno, el que había pedido el tributo.
—Este es mi reino, no tienes derecho a traspasarlo... sin mi permiso —
El rostro de Taurin se crispó y desenvaino la espada, cuando se dio cuenta que éste no reaccionaba a su pedido; pero se sorprendió bruscamente cuando una luz perlina paralizó su brazo, y la espada cayó de su mano con bastante estrépito. El poder de Taurin había quedado sometido mediante un golpe nigromántico, y cuanto más se esforzaba por mover el brazo, más le atenazaba.
—Pido disculpas, Azauel —aventuró Pytar con voz queda, —No es nuestra intención invadir tu región. Solo necesitamos el paso para nuestros soldados, para llegar a los túneles que están debajo del castillo Howlester.
La frente del demonio se relajó, y éste recuperó la serenidad al responder: ite pugnate et vincite.
Pytar hizo un gesto de asentimiento. Despacio y en silencio, Azauel le ordenó a los demonios la retirada, estos se abrieron paso entre las esparcidas rocas hacia donde resonaban ecos de los espíritus incorpóreos, perdiéndose en la oscuridad.
Pytar reclamó a Taurin: —¡Demonios! ¿Por qué hiciste eso imbécil? ¿Sabes lo que pudistes ocasionar? Habrían venido demonios realmente poderosos por nosotros.
El ni siquiera se inmutó con el regaño del incubo azul, y lo miró fijamente a los ojos.
—¿Más poderosos que tú, Pytar Skamfar? Lo dudo —ironizó.
El incubo un poco incomodo trato de cambiar la conversación.
—Recuerdo haber oído decir que existía un agujero de un metro de anchura, al lado del peñasco —dijo Pytar—. Creo que mi padre lo llamaba la Entrada del Infierno. No sé si...
—¿Lo olvidastes? —dijo el Druida.
—Verás, Velitius —confesó el mefistófeles —, en mi adolescencia nunca me atreví a ir más allá de la mitad de la caverna que recién cruzamos. Me jacté tan sólo para animarte.
—¡Ah! De haberlo sabido antes... —gruño.
Pero lo peor no había llegado todavía.
De improviso, uno de sus caballeros miró hacia arriba. En el cielo, por encima de dos amenazadores peñascos emergía la enorme masa escamosa de un dragón esquelético. Sus inmensas alas huesudas dieron una batida y, después, torció hacia abajo su cuello enjuto que reflejaba un terror espantoso. Velitius se volvió hacia los otros dos. Estaban pegados el uno al otro, con los ojos como platos. El cuerpo de Dreneth, el tercer caballero Dorado tembló mientras una angustiosa asfixia lo hizo toser una y otra vez hasta caer de rodillas mientras vomitaba bocanadas de sangre. Entonces cayó de costado sobre la roca, estrellando su mejilla contra la dura y fría piedra.
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